008. CUSCO, EL VISITADOR

EL VISITADOR

Había visitado Cusco una vez en mi niñez, acompañado de mi familia. Recuerdo con claridad la majestuosidad de la catedral, celebrar el cumpleaños de mi primo en un restaurante de comida criolla y haber caminado por las grandes ruinas de Saqsaywaman , pero ésta segunda vez, contra toda previsión, fue una experiencia muy diferente llena de encuentros inesperados.

Hace unos meses, emprendí un viaje a Cusco con una amiga americana, Julia, que recorría Latinoamérica y que deseaba pasar unos días por Perú para visitarme. Le había prometido acompañarla a alguna otra ciudad aparte de Lima, donde vivo, pero también que no podía gastar mucha plata. Ella estaba en las mismas y tampoco quería gastar mucho, así que decidimos comprar el ticket de avión más barato que encontramos y aventurarnos. Una vez allí, veríamos qué hacer.

Fue así que un domingo de enero los dos llegamos a la ciudad de los Incas. Después de esquivar a varios taxistas que nos trataban de engatusar con precios infladísimos, conseguimos uno que nos llevara por un precio razonable hasta la cuesta Santa Ana. Allí se encontraba el hostel de mochileros que nos habían recomendado. El lugar era grande, acogedor, y el cuarto que nos tocó no estaba mal. Era para seis personas, pero por el momento solo éramos tres en el cuarto: Julia, yo y un chico que venía de Inglaterra y era piloto, pero a él lo conocimos todavía después.

Habremos llegado como a las cinco de la tarde, así que después de descansar un rato nos sentamos en una de las mesitas del bar del hostel y cogimos un mapa de la ciudad y los alrededores que nos habían dado en el aeropuerto y un lapicero. Empezamos a marcar lugares interesantes y hacer una ruta tentativa de cómo llegar a cada lugar. Pero mientras discutíamos nuestro itinerario y tomábamos cerveza, un personaje particular entró al lugar y se sentó en una mesa cercana a la nuestra. Tenía un gorro de cuero estilo vaquero y barba, y se puso a fumar mientras miraba pensativo a la nada. Julia y yo nos miramos, y le dije que parecía un personaje de Indiana Jones que seguro quería impresionar a los turistas para sacarles plata. Pero en realidad no parecía un local, así que me quedé dudando quién podría ser. Me parecía un poco misterioso. Sin embargo, mientras yo seguía hundido en mis pensamientos y antes de decirle que sería gracioso descubrir la verdadera identidad del sujeto, Julia, fiel a su naturaleza, ya se había parado para hablarle y pedirle un cigarrillo, y después de unos minutos me llamaba para que los acompañara. Sorprendido, pero no tanto, porque ya la conocía, me levanté y arrastré una silla hasta su mesa.

El extraño ensombrerado se llamaba Matanel, y como lo sospechaba no era peruano, venía de Israel. Trabajaba allí como médico de emergencia, o sea, que él atendía a los heridos de la guerra, y tenía solo un par de años más que nosotros, pero por la barba parecía mayor. Había estado un mes en India y ahora iba a pasar 3 semanas en Cusco, donde su hermano tenía una agencia turística, antes de regresar a su país. Nos contó que todos los años solía ir a un festival de música en Israel, pero que este año decidió no ir y así se salvó la vida, ya que hubo un bombardeo en el festival. Sin embargo, sus mejores amigos sí asistieron y terminaron todos muertos.

Esa noche, los tres nos quedamos conversando hasta el amanecer.

Al día siguiente, madrugamos para seguir nuestro plan. Habíamos invitado a Matanel a acompañarnos, pero no podía, así que los dos tomamos un desayuno rápido en uno de esos encantadores mercadillos cusqueños por el centro y luego de explorar un poco el área tomamos un bus y nos dirigimos a un pueblito cercano del que no recuerdo el nombre. Y no creo que nadie que lo haya visitado tampoco lo recuerde mucho porque no había nada interesante. Lo escogimos a ciegas sólo porque no estaba lejos, pero resultó ser decepcionante. Caminando, nos fuimos alejando del pueblito hasta encontrar un sendero que nos llevó a una reserva nacional, que no era más que un puente rotoso que cruzaba un riachuelo y vegetación alrededor de una montaña. Pero como ya habíamos llegado hasta allí, nos tiramos un rato sobre la hierba y nos quedamos hablando. Julia me habló de su trabajo el verano pasado en la fiscalía de Washington y yo le conté de algunas de mis experiencias en San Francisco. Al rato recuperamos energía y cogimos un bus al siguiente pueblo y así pasamos el día de lugar en lugar viendo animales, iglesias, ruinas, de todo. Nuestro último destino fue una catarata que estaba en el medio de la nada. Nos tomó una buena caminata llegar ahí, pero valió la pena. Era un tesoro escondido, y era solo para nosotros, no había nadie más allí. Pero por eso también nos apuramos en regresar, ya que ya estaba anocheciendo y no queríamos perdernos. De regreso, en un momento el camino se abría en dos y dudamos por dónde ir, pero terminamos escogiendo el lado correcto y encontramos la salida. Sin embargo, antes vimos algo que no nos habíamos percatado antes: era una casa abandonada en medio de los matorrales, que tenía escrita en una de sus paredes “alguien vive aquí”.

Llegamos al hostel a eso de las ocho de la noche, y luego de cenar nos encontramos con Matanel de nuevo. Lo vimos frecuentemente los tres días restantes de nuestra estadía en Cusco, se volvió un buen amigo nuestro. Nunca supimos qué tanto hacía todo el día, su respuesta era siempre era que no hacía nada y una risotada. Solo caminaba, pensaba, y regresaba a su cuarto. Y fumaba mucho. Una vez nos dijo algo, no recuerdo bien exactamente qué, pero algo que me dio a entender que sus vacaciones en Perú eran un escape mental y físico para él, pues sabía lo que le esperaba al volver a su tierra. Eso lo podía entender perfectamente, y no me costaba mucho creerlo. Una noche salimos a una discoteca por el centro y recuerdo ver cómo Matanel bailaba como un loco, pero también me acuerdo mucho que en su mirada siempre había una mezcla de alegría y nostalgia. Nuestra última noche antes de retornar a Lima, los tres, con una cerveza en mano, empezamos a filosofar sobre las formas de las estrellas, que se veían excepcionalmente brillantes esa noche, y Matanel nos preguntó si veíamos el tridente que se formaba en una zona determinada. Le dijimos que no veíamos nada y nos reímos, pero él insistió en su teoría. Antes de despedirnos, nos dijo también que su nombre significaba en hebreo “regalo de Dios”.

– Sebastián